sábado, 16 de junio de 2012

crema

Sus ojos miraban a la techumbre.
Su cocina era vintage. Aún así a todos les parecía moderna.
Las tazas de porcelana pesaban, pesaban al fregarlas, porque en aquel entonces todo pesaba, si pesaba ella misma.
La olla tenía comida, estaba sucia, pero Adriana, derrotada por las batallas que se asemejaban a los crucigramas, se sentó en la esquina de la cocina, con las piernas cruzadas, sólo quería notar el frescor del suelo, aquel terciopelo verde. Sólo sentirse sola, sola sin gente.
La mesa olía a melancolía, a derrota, a juegos olvidados, a miradas fortuitas, a acordarse de él.
Le pesaban los días, le pesaba el olvido, le pesaba la vida.

Cogió el cartón de zumo con tan mala suerte de derramarlo encima. En ese momento no pudo más, rompían agua sus ojos. Su precioso vestido estampado de zumo, igual que su alma por las críticas. Era Adriana derrotada, en la cocina, con la olla llena de sopa verde, la hornilla humillada y sucia y los platos relucientes de podredumbre.

Como quien llega a una desgracia fortuita, llegó Cayetana, y la subio a los cielos de sus brazos, desparramando todo el odio que Adriana tenía sobre sí misma. Le contó que el vivir existe, la llevó en brazos al sillón.
Le redactó el cuento de que había personas capaces de no lastimar a coste cero, pero que siempre contara con los lobos hambrientos que llegarían o no por casualidad.
Los ojos de Adriana no cesaban de llover y su alma se partía; creer a Cayetana era una locura, siempre se basaba en utopías.
Cayetana notaba su mente, olía sus temores y le pegó una bofetada de ánimo. A pesar de saber que tenía, desgraciadamente la razón.

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