sábado, 23 de junio de 2012

Zumbidos en mi cabeza...
Las manos reclaman moverse y no pueden... es como si ya no te recordara.


En la noche era la más rara del lugar, la que más bailaba de puntillas en tu alma. Sólo yo te preguntaba con la mirada, te acosaba quizás. El corazón se quería salir del pecho, estallaban las venas en los brazos. 
Sólo me quedaba un paso para revelarme, un paso de tortuga, siempre lento, continuando hacia atrás.


Bailaba, estaba ebria, tú me mirabas, tú me acosabas:
- "Mira, otra vez te equivocas".


Te escupía con los ojos, quería estallarse en la cara todo el dolor. Toda la rabia.


Aprendí que el alma se podía cerrar, y que te podía mirar y verme inerte; lo permisivo se hacía insoportable, tu te hacías cada vez más irresistible, a la vez que asqueroso. Era asco, era miedo, era dolor, era rabia, era amor, era pasión, era mi alma, eras tú, era yo, era tu corazón, era el mío, éramos los dos.


Se acabó.


Era la fiesta del sueño en el pasillo. ¡Esfúmese de mí, si es tan amable!


Hoy y todos los días estoy triste. Hoy y todos los días te amaría como te amé.

sábado, 16 de junio de 2012

crema

Sus ojos miraban a la techumbre.
Su cocina era vintage. Aún así a todos les parecía moderna.
Las tazas de porcelana pesaban, pesaban al fregarlas, porque en aquel entonces todo pesaba, si pesaba ella misma.
La olla tenía comida, estaba sucia, pero Adriana, derrotada por las batallas que se asemejaban a los crucigramas, se sentó en la esquina de la cocina, con las piernas cruzadas, sólo quería notar el frescor del suelo, aquel terciopelo verde. Sólo sentirse sola, sola sin gente.
La mesa olía a melancolía, a derrota, a juegos olvidados, a miradas fortuitas, a acordarse de él.
Le pesaban los días, le pesaba el olvido, le pesaba la vida.

Cogió el cartón de zumo con tan mala suerte de derramarlo encima. En ese momento no pudo más, rompían agua sus ojos. Su precioso vestido estampado de zumo, igual que su alma por las críticas. Era Adriana derrotada, en la cocina, con la olla llena de sopa verde, la hornilla humillada y sucia y los platos relucientes de podredumbre.

Como quien llega a una desgracia fortuita, llegó Cayetana, y la subio a los cielos de sus brazos, desparramando todo el odio que Adriana tenía sobre sí misma. Le contó que el vivir existe, la llevó en brazos al sillón.
Le redactó el cuento de que había personas capaces de no lastimar a coste cero, pero que siempre contara con los lobos hambrientos que llegarían o no por casualidad.
Los ojos de Adriana no cesaban de llover y su alma se partía; creer a Cayetana era una locura, siempre se basaba en utopías.
Cayetana notaba su mente, olía sus temores y le pegó una bofetada de ánimo. A pesar de saber que tenía, desgraciadamente la razón.